lunes, 8 de marzo de 2010

de vuelta al monumental


Vuelvo al Monumental, a la cancha de River. Y el camino me deja una sensación extraña, porque lo que antes era casi una aventura, en la que había que encontrar calles escondidas y sentidos contra la intuición, ahora se ha convertido en un tranquilo paseo, ya marcado sin pensar. Salgo del subte y tomo la calle Congreso, entre árboles y bloques de edificios como los de cualquier ciudad española. Paso la vía, sigo caminando, me emociono al ver pasar una Pinarello Prince y llego a la anchísima Avenida del Libertador. Al cruzarla, ya a pocos metros del estadio, el paisaje cambia y los bloques se convierten en un tranquilo barrio de chalets con jardines. Todavía es temprano, falta más de una hora para el partido, pero ya empieza a haber bastante gente, puestos que venden ropa, banderas y cualquier cosa imaginable (y no necesariamente con el logo oficial del club). Por la hora que es, también se palpa el aroma (o como se quiera definir) de los puestos de choripanes y patys (hamburguesas). Compro la entrada fácilmente (100 pesos, unos 20 euros), sin que me acosaran, como era habitual, cientos de tipos intentando una improbable (el rival, Arsenal, y el riesgo de tormenta tampoco debieron ayudar). Paso el primer control de policía, paso el segundo control de seguridad y entro por fin al estadio. A esta hora está medio vacío, pero tan imponente como siempre, con sus dos anillos bien definidos y armónicos. Hace unos meses fue repintado y luce precioso, pese a la polémica que envolvió el pago de la pintura. El cielo encapotado a punto de estallar todavía resalta más el blanco y rojo de la grada y el verde del césped. Uno pensaría que con la pista de atletismo todo quedaría alejado, pero con la inclinación de la grada y a la altura a la que estaba, todo quedaba cercano.
Escalo (literalmente) las escaleras y me intento cobijar en mi asiento. Cada poco pasan muy cerca los aviones que aterrizan en el Aeroparque y se escuchan los disparos del vecino club de Tiro Federal. Pasa un señor con un termo gigante gritando una y otra vez "café, café" poniendo una voz artificialmente nasal. El proceso se repetirá luego con el manisero y el cocacolero.
Es una lástima que por la situación del equipo (no precisamente la mejor) el campo presente sólo media entrada, pero aún así el ambiente es incomparable al de la mayoría de estadios españoles. La gente grita, aplaude, insulta, mueve el brazo a la argentina, pero sobre todo, canta y te contagia. Por muchas veces que lo repitas, siempre termina convirtiéndose una experiencia única. Eso sí, de fútbol mejor no hablamos.

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