Aquel domingo lo inicié con una gran duda: ¿debía ir al centro de la ciudad para ver la procesión de Domingo de Ramos -a la que no acudía desde tiempo inmemorial, al pillarme siempre en Salamanca- o era mejor quedarme en casa para disfrutar del Gran Premio de Malasia? Ambas cosas empezaban a las 11 de la mañana, pero lo que no podía imaginar (cuando pillé la bici para rodar hasta el Parque) es que los paralelismos no se acababan ahí.
Pero antes de continuar la historia, un poquito de publicidad gratuita: En una ciudad como Elche, donde sólo puedes encontrar palmeras y fábricas de zapatos (y eso último ya menos), es obvio que el Diumenge de Rams y la llamada Procesión de las Palmas son actos con su aquél. Como la materia prima no es precisamente escasa (hay tantas Phoenix dactylifera repartidas por ahí que ya son patrimonio de la humanidad), ese día casi todo el pueblo sale a acompañar el paso de la burreta con sus palmas blancas en la mano.
Claro que conseguir que una hoja de palmera (que con el regado adecuado suele ser verde) pase a tomar un amarillo blanquecino no es tarea fácil. Implica el difícil encapuchado de la palmera (tranquilos, que no muere, a no ser que se haga muy mal), su corte, su conservación y su tratamiento con alguna cosilla química. Algunos (algunas familias que viven de esta tradición) no acaban su trabajo ahí, sino que llegan a hacer pequeñas obras de arte que adoptan cualquier forma amarilla que se nos ocurra.
Dicho esto, cualquier parecido entre esta procesión y una carrera de F1 en Malasia podría sonar tan extraño como un oboe rumano, pero así fue: en ambas cayó un gran aguacero, los vehículos deberion retirarse a los boxes (o a la basílica barroca más cercana) y la carrera se suspendió al poco de comenzarse. Sigo teniendo la duda de si los costaleros llevaban zapatos de lluvia extrema o si optaron por lisos, pero al menos pude ver algo de la procesión y comprobé la (notable) adherencia de mis ruedas.
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