jueves, 5 de julio de 2012

de italia y del amor

Artículo publicado en Café fútbol.

Llevaba un año sin interesarme demasiado por el fútbol. Yo, que le había profesado amor eterno. Quizás fue el mazazo de ver a mi equipo, ese franjiverde, a apenas centímetros de la gloria (como dijo el señor Jabois, la gloria de los pobres consiste, en el mejor de los casos, en el ascenso). Uno no se resigna de un día para otro a perder una alegría nunca vivida por apenas un gol. Quizás, simplemente, es que me estoy haciendo viejo y ya se sabe que con la edad a uno le cuesta ilusionarse. Veía el fútbol como esas exnovias con las que te vuelves a cruzar por la calle: siempre sentirás algo distinto a lo que podrás sentir ante cualquier otro que pase frente a ti, pero ese sentimiento contiene algo de nostalgia, algo de recelo y mucho de vacío (si es que tal cosa sigue desde hoy existiendo en el universo).

Esta Eurocopa empezó para mí de la misma forma que la mayoría de partidos desde aquel partido de play-off de hace un año. Me interesaba por ellos, solía verlos dentro de mis posibilidades, compartía opiniones con mis amigos, pero me faltaba algo, esa vieja pasión, gritar un gol, aunque fuera. Ni siquiera los buenos muchachos de nuestra Selección (lo siento, pero de pequeño nunca hablábamos de La Roja y a uno le cuesta cambiar), tan grandes, tan perfectos, tan sublimes, me llegaban a encender el corazón. Puede que porque fueran tan grandes, tan perfectos, tan sublimes. Y la gente no suele enamorarse de ese tipo de cosas tan poco terrenales.

En esas llegó Italia y, como todos los grandes amores, llegó sin que me diera cuenta. No era un equipo del que esperase un recuerdo más profundo que el de un amor de noche de verano: llegaba con bajas como la de Rossi, tras ser vapuleada por Rusia en un amistoso previo, con el escándalo de las apuestas ardiendo a pocos días de rodar el balón (en estos tiempos en los que los valores casi que cuentan más que los goles), con Prandelli empeñado en chocar contra el muro de la cordura y en recuperar a los chicos malos Balotelli y Cassano. Los comienzos no fueron ni malos ni espectaculares y estuvieron a punto de cerrarse abruptamente de haberse consumado el famoso biscotto. Pero poco a poco los jugadores de la Azzurra empezaron a mostrar que escondían una ilusión especial, que había en ellos ese halo de compañerismo y gracia que rodea a las selecciones que llegan a un torneo con algó más que con el afán burocrático de un notario. Empezamos a intuirlo en el primer partido ante España, pareció confirmarse ante Inglaterra y lo dejaron claro ante Alemania. Y en ese encuentro, ante los alemanes, caí rendido. No sabría exactamente por qué, si por la elegancia de Pirlo, por las travesuras maduras de Cassano, por ese lado oscuro que parece esconder Buffon, por esa atracción que siento por los secundarios que triunfan, como Diamanti, por la eficacia prosaica de Di Natale o, sencillamente, por el putoamismo de Balotelli. Vaya uno a saber por qué regresa el amor sin haberlo llamado. Sólo sé que acabé aquel partido de Italia con una sonrisa ilusionada.

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