lunes, 14 de junio de 2010

paisito

Artículo publicado en Café fútbol


Es difícil no amar a Uruguay. Enclavada entre esos dos gigantes que son Brasil y Argentina, la antigua banda oriental siempre en disputa entre españoles y portugueses, no suele despertar antipatías ni resquemores. Tan parecida a Argentina y, a la vez, tan diferente: tomar el ferry que te lleva de Buenos Aires a Montevideo es tomar un viaje hacia una ciudad infinitamente más tranquila, pausada, nostálgica, de proporciones más humanas, que se detiene a cada instante para cumplir con el ritual del mate. Imposible no amar, supongo, a la que, dicen, era considerada la Suiza de América, con un estado de bienestar muy desarrollado, abarcante, moderno y laico. Luego, ya se sabe, la economía no dio para más y hacia los 50 todo fue yendo a peor: el estado empezó a no poder cubrir todas las necesidades que generaba su política social, apareció la violencia, la democracia empezó a cuestionarse, llegaron los militares y nada volvió a ser igual. Hasta hoy, donde todavía se recuerda con nostalgia aquellas primeras décadas del siglo XX.

La selección de fútbol uruguaya, la Celeste, parece que describió el mismo rumbo que el país. Un pasado glorioso y una realidad actual mucho más humilde. Cuando el fútbol empezó a desarrollarse y explorar algo más allá del patadón hacia delante, el Río de la Plata se convirtió en el epicentro de una nueva manera de entender el juego, basado en la pausa y en el toque, muy acorde con esa forma de ser a ambos lados del río. El nuevo estilo cuajó y Uruguay lo aprovechó para imponerse en dos Juegos Olímpicos, 1924 y 1928 (que el país considera con la misma categoría que los Mundiales) y para hacerse con la primera Copa del Mundo, como anfitriona, en 1930. Lo que pasó 20 años después, en el famoso Maracanazo (curiosamente en su segunda participación en un Mundial), ya forma parte de la leyenda.
Luego nunca más volvieron los días de gloria, salvo el fogonazo de México 70 en el que alcanzaron las semifinales, eliminando a la URSS y derrotados por aquel gran Brasil. Así hasta hoy, cuando Uruguay parece haberse amoldado a esa condición de pequeño país y cuando su identidad pasa más por la garra charrúa y la dureza de sus centrales que por el juego combinativo. Hoy, al menos, hay motivos para la esperanza de disputar un buen Mundial, para ir un paso más allá de la nostalgia y para suscitar algo más que simpatía. Empezando, por ejemplo, por los prolíficos Forlán y Luis Suárez.

Porque sí, paisito, lo llaman a Uruguay, pero hoy saldrá al campo luciendo cuatro estrellas en su pecho.

PD: En comparación con Argentina y Brasil, Uruguay es pequeñísimo, pero su extensión es un tercio de la de España... o cuatro veces más grande que Holanda o Dinamarca

PD2: El himno uruguayo es un poco cansino. Que se lo pregunten a los soviéticos en 1970.

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